No he pegado ojo en toda la noche.
Tanto
dolor acumulado tenía que aflorar en algún momento y de algún modo, y he
llorado sin consuelo hasta el amanecer.
Conté
entre sollozos uno a uno todos los segundos de esta interminable madrugada
hasta que por fin mi frío despertador ha hecho acto de presencia.
Hacia
años, más de una década, que nada ni nadie me hacía cruzar el umbral entre ese
nudo que se instala en la boca del estomago y el llanto incontenible. Exactamente
trece primaveras desde la última vez que mis ojos derramaron aquel
transparente, salado y ya casi desconocido fluido.
Y esta
madrugada he llorado, he vuelto a llorar, he llorado mucho, lo he llorado todo.
Por unos
instantes y cuando el sueño parecía vencer al dolor, he creído que la serenidad
volvería a este lado de la cama que siempre guardo vacío. Solo han sido unos
asaltos y el combate ha acabado dando como vencedor al segundo sobre el
primero.
El
despertador sigue sonando, estridente, molesto, hasta indignado por mi falta de
atención. Tras su penúltimo bip acierto
a detener su chivato reclamo y asumo
finalmente mi derrota por k.o. Un
simple estirar de brazo ha sido suficiente para silenciarlo, sin titubeos, de
forma directa, es lo que tiene simular que despiertas cuando ya estás despierto.
Despierto
y roto.
Ahora de
forma parpadeante y desde el más profundo de los silencios veo la cruda
realidad.
Esa
realidad de la que probablemente he permanecido ausente más de lo que yo mismo
puedo recordar.
Esa
realidad henchida de zozobra que me devuelve al mundo mundano, a la realidad
real.
Esa
realidad de la que me marché y de la que nunca debí haberme ausentado.
Lunes veintitrés
de abril de dos mil doce, siete y cuarto de la mañana.