lunes, 20 de octubre de 2014

PROLOGO

No he pegado ojo en toda la noche.
Tanto dolor acumulado tenía que aflorar en algún momento y de algún modo, y he llorado sin consuelo hasta el amanecer.
Conté entre sollozos uno a uno todos los segundos de esta interminable madrugada hasta que por fin mi frío despertador ha hecho acto de presencia.
Hacia años, más de una década, que nada ni nadie me hacía cruzar el umbral entre ese nudo que se instala en la boca del estomago y el llanto incontenible. Exactamente trece primaveras desde la última vez que mis ojos derramaron aquel transparente, salado y ya casi desconocido fluido.
Y esta madrugada he llorado, he vuelto a llorar, he llorado mucho, lo he llorado todo.
Por unos instantes y cuando el sueño parecía vencer al dolor, he creído que la serenidad volvería a este lado de la cama que siempre guardo vacío. Solo han sido unos asaltos y el combate ha acabado dando como vencedor al segundo sobre el primero.
El despertador sigue sonando, estridente, molesto, hasta indignado por mi falta de atención. Tras su penúltimo bip acierto a detener su  chivato reclamo y asumo finalmente mi derrota por k.o. Un simple estirar de brazo ha sido suficiente para silenciarlo, sin titubeos, de forma directa, es lo que tiene simular que despiertas cuando ya estás despierto. 
Despierto y roto.
Ahora de forma parpadeante y desde el más profundo de los silencios veo la cruda realidad. 
Esa realidad de la que probablemente he permanecido ausente más de lo que yo mismo puedo recordar.
Esa realidad henchida de zozobra que me devuelve al mundo mundano, a la realidad real.
Esa realidad de la que me marché y de la que nunca debí haberme ausentado.


Lunes veintitrés de abril de dos mil doce, siete y cuarto de la mañana.

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